Cultura letrada y cibercultura

Concepto

 La cultura letrada, según R. Chartier (1994), se define a partir de la transmisión de cualquier tipo de información mediante la escritura y del establecimiento de normas y restricciones (instrucción). Además, en la cultura letrada no es suficiente la alfabetización básica de saber descifrar los textos –leer y escribir–, sino que se define por un uso más avanzado y experto de los textos. De hecho, la OCDE y la Unesco apuntan a una descripción más amplia: literacía es la aptitud para comprender y utilizar información escrita en la vida diaria, en casa, en el trabajo y en la comunidad, para alcanzar metas personales y desarrollar el conocimiento y potencial propios.

Por consiguiente, la clave está en el uso. La literacidad es la capacidad de estas tecnologías de la palabra, ya se haga un uso más restringido, dirigido a aspectos más primarios o cercanos de la comunicación; ya se haga un uso más amplio o extendido de la misma, si se la utiliza para, por ejemplo, modelar el pensamiento abstracto y crítico. Por eso se habla de analfabetismo funcional, cuando alguien sí sabe el descifrado mecánico, pero no es competente en estos usos ampliados. No puede, por ejemplo, elaborar una crítica o revisión contraargumentando un input de lectura.

Hay un equívoco profundo sobre el concepto de alfabetización-literacidad, que el debate terminológico no logra resolver. La alternativa preferible a nuestro juicio es la de cultura escrita, porque contiene los dos elementos básicos: el que se trata de información escrita y el que no puede darse desvinculada de un entorno cultural. De hecho, la vinculación etimológica entre cultura y cultivo es una buena pista; para que dé sus frutos, la escritura, como habilidad y como práctica social, requiere también estar enraizada y cuidada. También los términos y soportes de lo escrito son objeto de controversia, pues a nadie se le escapa que expresiones como «libro electrónico» o «página web» remiten a conceptos del mundo escriturario que acaso tienen poco que ver con la realidad que designan, pues no son ni libros ni páginas stricto sensu.

Jenkins (2008) insiste en el concepto de «cultura de la convergencia» para describir estas nuevas producciones participativas (blogs, juegos, fans), una cultura que se basa en la inteligencia colectiva antes que en la individual, en los afectos, en la participación y en la construcción grupal, y en eso difiere de la cultura letrada, fuertemente impregnada de individualismo y de culto al genio (aunque también sabemos que en épocas como la Edad Media esto no era así y lo colectivo estaba por encima de lo individual), que parecía imponer en la lectura aislada (privada e individual) y silenciosa las formas naturales de interpretación y apropiación de los textos, y en la que lo emocional tiene connotaciones a menudo negativas.

 

Análisis

 Una visión omnicomprensiva

En síntesis, la literacidad abarca un conjunto de competencias y prácticas relativas a la lectura y la escritura, que conforma un continuum de elementos por dominar. Por eso hablamos hoy de la necesidad de un ciudadano polialfabetizado, que tiene que dominar códigos y lenguajes diversos, desde un teletexto a un periódico o una novela. Sin duda, la cultura escrita es la conjunción tanto de procesos como de productos y competencias de muy diversa índole (técnicas, cognitivas, sociales o culturales), vinculados a entornos y tradiciones concretos.

También se deduce que el foco debe ser puesto en la noción de práctica social de la lectura, esto es, de evento letrado, y que la tradición letrada no es algo homogéneo, sino que debe anclarse en cada comunidad (enfoque corográfico). En todo caso, este uso experto se enseña o se vehicula a través de instancias educativas, de ahí el papel de los colegios, universidades, academias, etc., y del poder jerarquizado que tienen los criterios y el canon de lecturas, autores y géneros que son prestigiosos, frente a los que son minusvalorados o marginados.

Literacidad extendida o restringida

Como explica A. Martos (2009), se enlaza así con las tesis del antropólogo J. Goody (1996), en cuanto a lo que él llama «littératie restreinte o elargie», cultura escrita de uso restringido o bien expandido, extendido. Según Goody, es la irrupción de la cultura escrita lo que acelera los cambios sociales, originados en las culturas antiguas con los excedentes agrícolas o la cultura de las ciudades, para determinar una especie de «tecnología del intelecto». Es decir, si bien al principio la escritura sirvió para gestionar estos excedentes, con el tiempo permitió el paso –seguimos las ideas de Havelock– de la oralidad y su sistema de transmisión y repetición de la información a un modo nuevo donde los mensajes se podían reescribir y repensar por un mismo sujeto, dando origen a la conciencia del yo. La asociación entre cultura escrita y tecnología del intelecto se explica no solo por el surgimiento de unos nuevos útiles de escritura o soportes de la misma, sino también por la formación requerida en nuevas competencias, un uso nuevo de la vista, y la producción de artefactos culturales nuevos, como los libros y los pergaminos, que son guardados, consultados o compuestos conforme a unos determinados saberes. Goody (1996) pone en cuestión las preconcepciones que establecen la bipolarización tradicional entre oralidad y (usos de la) escritura. Así, saber, escribir y poder serían ámbitos interconectados, de modo que debemos entender la literacidad no tanto en términos de técnicas funcionales de descodificación o escritura, como sobre la base de una tradición y una práctica que cada comunidad pone en valor.

En pocas palabras, la literacía extendida sería lo mismo que la cultura letrada, lo cual viene a poner el énfasis en el uso de la cultura escrita como herramienta de desarrollo personal y social, y en que dicho uso puede ser aprendido y mejorado de forma colaborativa. Así que hablar de lector experto, literacía extendida o cultura letrada es, a fin de cuentas, referirse a lo mismo.

El libro clásico es un artefacto cultural de primer orden, que condiciona el mensaje de una determinada manera, mientras que el libro electrónico lo hará de otra. Si tuviera que ilustrarse con una analogía, siguiendo la expresión de Z. Bauman (2005), el mundo digital tal vez se corresponda con la «modernidad líquida»: sus discursos fluyen como fluye la información en Internet, mientras que el libro tradicional no se parece a un fluido, sino más bien a algo sólido, compacto, que tiene un principio y un final tangibles, que se puede acotar perfectamente. En cambio, el lenguaje hipertextual, los blogs, las narraciones seriales (como las sagas) o lo que ahora se conoce como ciberliteratura forman un continuum donde no hay un principio o un fin, sino que compete al lector el colocar las balizas, los separadores. En esto se da la razón a la llamada estética de la recepción cuando subraya que la atribución de sentido no es un acto que depende del texto o de su autor, sino de la interpretación del receptor. Así, cada internauta se enfrenta a un itinerario singular, a un camino imprevisible para los otros.

Siguiendo con la analogía texto-fluido, los clásicos son como «ríos de hielo», pensamiento «congelado» que parece avanzar o mostrarse muy lentamente, frente al espectáculo de los flujos o «cataratas» de información de un videoclip; cierto que es una apariencia engañosa, pues, como ha destacado I. Calvino (1992), los clásicos lo son precisamente por su capacidad de diálogo y de plantear preguntas permanentes, frente a la artificiosidad y banalidad de muchos mensajes de la cultura mediática y digital. El problema es que, según Roger Chartier, la Red está llena de «lecturas salvajes», caóticas, de internautas abrumados por estímulos difíciles de procesar –y más si son lectores jóvenes–, y en estos casos es donde más debemos tender los puentes y visibilizar las conexiones entre la cultura letrada clásica y la nueva cultura digital y sus prácticas electrónicas.

 

Implicaciones

 Introducir a los estudiantes en esta tradición letrada es un deber ineludible de todas las instancias educativas, pues no se trata solo de una incursión en textos antiguos o eruditos, sino en lo que son los núcleos de una cultura (literatura, pensamiento, historia, ciencia...) que se ha expresado precisamente a través de todas esas tecnologías y que la industria del entretenimiento parece arrinconar a la consideración de partes de una cultura enciclopédica, a objetos prescindibles en estantes de bibliotecas, cuando en realidad son los ineludibles referentes o preconcepciones (Dennet, 1995), sobre cuya base se pueden construir las nuevas ideas.

Lecturas apropiadas e inapropiadas en la era digital

El principal problema práctico es que la cultura escrita clásica generaba un canon y una actitud logocéntrica que ha entrado en conflicto con la moderna cultura mediática, más proclive a las modas y demandas del mercado, y también con la cultura digital, que tampoco acepta la autoridad del canon clásico y además se mueve conforme a unos principios de convergencia de medios y de participación (Jenkins) que pone en cuestión los conceptos y límites clásicos entre autor, texto y obra (véanse nociones como «escrilector», fan fiction...).

Con todo, el reto del educador es conciliar estas distintas culturas que gravitan sobre el ciudadano del siglo xxi y llegar a síntesis originales y no solo de utilidad personal, sino social (emprendimiento), pues del diálogo con los clásicos (Calvino, 1992) es posible seguir extrayendo experiencias y propuestas de interés como las de Caro Valverde (2006). El riesgo es que los valores del pasado o el canon académico ya no son tan indiscutibles, y son cuestionados justamente por estas prácticas culturales, cada vez más abiertas. Lógicamente, esto trae un cambio profundo en la enseñanza, en la cultura o en las políticas de juventud, que nos lleva a ciertas encrucijadas. Para Chartier (1994), la lectura entendida como apropiación implica un uso y unas prácticas alrededor de los objetos culturales dentro de un determinado contexto histórico. En su dimensión material, los objetos culturales —no solamente los libros— son producidos, transmitidos y apropiados.

Por tanto, no hay lecturas inapropiadas, en el sentido clásico, por trabas morales o prejuicios, sino porque el sistema cultural las coloque en una posición marginal o periférica; la industria del entretenimiento ha colocado, por ejemplo, las ficciones de fantasía –y todos sus lenguajes y artefactos– en el epicentro de la diversión de masas, mientras que el artefacto cultural por excelencia, el libro, se estanca o crece solo de forma relativa. La solución no está en la separación de estas prácticas, en la exclusión académica de esta ficción de fantasía, sino, justo al contrario, en integrar o hibridar. Hasta ahora, los estudiantes apenas saben salir de la confusión de esta macrooferta que supone la cultura letrada clásica, la cultura de masas y todos los subproductos ofrecidos cada día por el mercado. Por ejemplo, no es fácil que sepan trazar sus propios itinerarios o elecciones de lectura al margen de la propaganda o de las insinuaciones del mercado: a este solo le interesa vender, y no está especialmente interesado en que aquellos sean lectores activos y críticos.

Por otra parte, en la actualidad, es difícil delimitar de forma precisa los bordes entre la oralidad, la escritura y los lenguajes audiovisuales, teatrales o electrónicos, como discursos que se superponen tanto en el pasado como en la vida contemporánea. Frente a una visión excluyente de la cultura letrada clásica, que parecería reducir la cultura escrita a su expresión consagrada, los clásicos, y al libro como continente o referente central, hoy podemos decir que tales límites son mucho más evanescentes y flexibles, y los nuevos lectores son híbridos y capaces de simultanear la versión libro de un clásico con sus réplicas en cine u otros formatos.

Sin embargo, Daniel Link (1997) diferencia entre la cultura masiva posindustrial, es decir, los medios de comunicación masivos, y la cultura digital, y por eso afirma que hay una competencia por el tiempo libre entre la cibercultura y la cultura industrial, pero no entre la cultura letrada y la cibercultura, que funcionan más bien como aliadas. Tal alianza actuaría según el modelo de la conspiración, los hackers de hoy serían los anarquistas de ayer, y defienden los valores de la cultura letrada, a saber, la democracia simbólica, la emancipación, el libre albedrío y la soberanía digital.

El papel de la escuela, en este proceso, debe ser el de alentar esta síntesis de alfabetizaciones y el pensamiento disidente. La alfabetización básica y la cultura letrada tradicional se enriquecerán con las otras alfabetizaciones, aunque ello sea a costa de, como sugerimos, abrir el canon o lista de obras, eventos y artefactos culturales a una muestra mucho más abierta, multicultural e innovadora, y, por supuesto, no siempre de acuerdo con lo que ofrece el mercado o la industria de consumo de productos culturales y de entretenimiento.

La nueva cultura letrada será, pues, un ámbito híbrido donde se pueda oír plenamente lo que Michael Oakeshott (2009) llama «la voz del aprendizaje liberal», a saber, un lugar donde confluyan voces, herencias y discursos radicalmente diversos, pues para este autor la cultura no es un conjunto de creencias, de percepciones o de actitudes, o un cuerpo de conocimientos o canon, sino una variedad de lenguajes de comprensión mediados por distintos agentes semiótico-materiales.

 

Referencias

 

Barton, D. y Hamilton M. (1998), «La literacidad entendida como práctica social», en Zavala, V., Niño-Murcia, M. y Ames, P.(eds.), Escritura y Sociedad. Nuevas perspectivas teóricas y etnográficas, Lima: Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2004.

Bauman, Z. (2005 b), Modernidad líquida, Argentina: Fondo de Cultura Económica.

Caro Valverde, M. T. (2006), «La creación de textos de intención literaria», en García Gutiérrez, E. (coord.), La Educación Lingüística
y Literaria en Secundaria. Materiales para la formación del profesorado, vol. 2, Murcia: Consejería de Educación y Cultura.

Cassany, D. (2006), Tras las líneas, Barcelona: Anagrama.

Chartier, R. (1994), El orden de los libros: lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos xiv y xviii, prólogo de García
Cárcel, R., trad. de Ackerman, V., Barcelona: Gedisa.

Dennet, D. (1995), La peligrosa idea de Darwin. Evolución y significado de la vida, Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1999.

Goody, J. (1996), Cultura escrita en sociedades tradicionales, Barcelona: Gedisa.

Holland, D. y Cole, M. (1995), «Between discourse and schema: reformulating a cultural-historical approach to culture
and mind», Anthropology and Education Quarterly 26 (4), pp. 475-490.

Jenkins, H. (1992), Textual Poachers: Television Fans and Participatory Culture (Studies in Culture and Communication), New York: Routledge.

Fecha de ultima modificación: 2014-02-06